La compañía de camino al horizonte

Terminamos de dar una vuelta por el parque, mi amiga había llevado a su perra. La acompañe hasta la casa porque vive a pocas cuadras del parque en el que habíamos paseado los dos, y la despedí en la puerta de su casa. Era un movimiento muchas veces repetido. Ese día se corría el velo y pude observar con más claridad. Mientras me volvía en la bicicleta, comencé a repasar lo que habíamos hablado hacía unos momentos. En el pedaleo de la bicicleta, en el ir esquivando autos, pensaba que había sido un tiempo muy solemne aquel que solo se presentaba en un parque, con una caminata y la mascota de mi amiga. Habíamos compartido la vida con una confianza que atesoraba el testimonio del otro, que guardaba como una comida diferente el pan que el otro partía, para dar la verdadera fuerza que las buenas amistades generan en el amigo amado.

Esta experiencia de compartir la vida verdaderamente con mi amiga, me llevó a pensar en el modo en que vivimos, en el modo en que vivo la amistad. Si bien la amistad es un camino que solo recorremos con otro o con otros, y en este sentido tiene algo de personal o de particular (según el camino que se recorre), eso no implica que la esencia de la amistad no sea una, no implica que no haya virtud, o que no se busque un mismo horizonte a través de, quizás, esos muchos caminos. Y es necesario aclarar que la palabra “muchos” tampoco admite la multiplicidad infinita de “cualquier” camino. La amistad nos hace evidente el misterio de lo verdadero. Digo el misterio porque muchas veces no entendemos de qué modo se ha estrechado con esa persona (quizás muy diferente a nosotros) una relación en la que los dos podemos compartir nuestra vida y atesorarla, para ser vida en el otro y que el otro viva en mí. Está ahí y se hace presente como lo verdadero. Depende de nosotros entonces dar una respuesta de verdadera apertura.

En la virtualidad de las redes sociales y expandido a los ámbitos en los que nos desarrollamos, podemos descubrir que nos preocupamos por vivir algunas consignas dogmáticas que nos proponen una vida como individuos fuertes e inconmovibles. Muchas veces hemos repetido consignas individualistas que nos atrincheran en castillos endebles de cartón, que ante el menor viento fuerte se desmoronan y desnudan nuestra realidad de masilla. Esto nos lastima profundamente, por poner las bases de ese castillo ya maltrecho, sobre la arena más fina. También podemos zambullirnos en un amiguismo repleto de “me gusta”, “seguidores” y atención para los buenos momentos, pero no toleramos siquiera que nos señalen que nuestro castillo es un castillo de cartón. Y también causa un gran dolor cuando descubrimos que ya nadie ha quedado en este castillo que pensábamos llenos de amigos. Al final, la aparente debilidad que asumimos cuando compartimos nuestra vida, no es más que la verdad de que la entrega también supone dolor, ya que, como señala precisamente Étienne Gilson en El Tomismo (1960): “Todo lo bueno o malo que sucede a uno de los dos amigos, es al amigo al que le sucede. Las alegrías y los dolores de uno son los del otro. No tener más que una voluntad para dos, eadem velle, he ahí la verdadera amistad.”1 Quien se queda para sí lo que cree que es suyo, termina por ser más débil aún, ya no solo con los demás, sino con él mismo por haber escondido su mayor valía.

En este tiempo de adviento en el que se nos invita a mirar a Cristo Niño que ya llega, y a mirar también, con mirada apocalíptica (reveladora), que Cristo vendrá por segunda vez, no podemos olvidar a aquellas personas que caminan con nosotros, o a los que no lo hacen. Aquellos que nos acompañan en ese camino hacia el horizonte, quizás con una perra en el parque, otros con algún gesto particular, también lo propio con las palabras y el mate. Si observamos, de manera reveladora, seguramente coincidan estos últimos con aquellos que nos señalan el error, templan nuestras pasiones y nos empujan hacia ese horizonte cuando fallamos en el camino. Cristo mismo quiso hacerse Niño y ser cuidado por sus padres desde el pesebre. Cristo mismo quiso una comunidad para realizar su misión salvífica, con el dolor que eso suponía. Y es que, si podemos nosotros tener vínculos en donde la verdad de la amistad se hace presente, es porque antes hemos sido amados verdadera y misteriosamente. Es porque antes se nos ha donado una Entrega inmerecida y compartida, para tener Vida Nueva. No nos olvidemos pues de repetir este gesto hermoso del Creador, y como el Niño, animémonos a donarnos en el amor a nuestros amigos, y a responder con amor su entrega. El dolor va de suyo, pero la recompensa será grande. La vida, sencilla y maravillosamente alegre como la Navidad.

 

 

 

1 Gilson, Étienne; El tomismo: Introducción a la filosofía de Santo Tomás de Aquino; Cuarta edición: Junio 2002; Navarra, Ediciones Universidad de Navarra, S. A.; págs. 354.